Sunday, January 07, 2007

SOLO COMO UNA MUJER SOLA


este es un librito de relatos breves o cuentos.
no son grandes cuentos con grandes finales.
no se corresponden tal vez con las reglas literarias del cuento, lo sé.
pero estos son y no otros los cuentos que yo quería escribir.
dejé de lado, a la hora de contar, mejores ideas de cuento y privilegié el asidero en la realidad que tienen los personajes que protagonizan los relatos y aparecen en ellos.
todos están basados en personas que existen por ahí y que me crucé alguna vez con mayor o menor conocimiento de sus vidas.
dicho esto...todo es ficción.
(para leer los cuentos quizás es más cómodo imprimirlos)


-1-

ANITA VUELVE A CASA


El verano no curó nada piensa ahora Anita mientras agarrada a la

mano de su hermana menor, Cecilia, mira por la ventana de la

camioneta naranja que la lleva y la trae de la escuela.

Marzo es un mes horrible.

Los lunes son días feos también.

Marzo es el lunes de los meses porque viene después de febrero que

es el largo domingo del año.

Son ya las cinco de la tarde y la segunda mitad del día de Ana recién

está empezando enjaulada en este horrible vehículo lleno de chicos

que parecen divertirse mientras otros se duermen, esta caja

angustiante con asientos demasiado chicos hasta para niños y tan

pero tan incómodos.

Mientras se queda dormida, Cecilia, con la otra mano todavía

despierta juega a sacar goma espuma por un agujerito en la cuerina

del asiento.


Ana siempre se pone al lado de la ventana y la abre. Al principio

Marta, la señora que maneja la camioneta, lo tenia absolutamente

prohibido pero Anita le dijo que tenia asma y que necesitaba tener la

ventana abierta para que el aire le pegue en la cara porque el médico

se lo había dicho y si quiere le traigo una nota de mi mamá y mi papá

que diga que yo tengo que sentarme si o si en este asiento.

Y todo era mentira, claro, pero cuando Ana miente, lo hace con tal

convicción y con una cara llena de gestos que son imposibles de

contradecir.

Salvo en algunas ocasiones en la que no es no y esto Anita ya a esta

temprana edad de nueve años no lo entiende.

Cecilia duerme todo el camino a casa.

Se cansa mucho la pobre. Debe ser porque es más chiquita.

Cecilia tiene siete años y lee y escribe muy bien aunque es un poco

vaga dice la maestra y también lo dice mamá.

¿Como se puede ser feliz acá y jugar a algo, distraerse? Se pregunta

Anita mientras mira sin pudor como los chicos tratan de jugar a la

pelota con un montón de papeles de alfajor hechos un bollo duro

encintado dentro del transporte.

Qué mirás papa frita, le grita riendo uno de los chicos y Anita se

muerde los labios y entrecierra los ojos mientras cambia el ángulo de

visión y vuelve a mirar por su ventana.

Que porquería ser las últimas en bajar.


En realidad último se baja ese morochito de flequillo que nadie ve

dormido sobre su mochila atrás de todo.

Ese que también va siempre con su hermano un poco más grande,

siempre despeinado y con la camisa afuera que ahora mientras el otro

duerme lo mira y trata de hacer la tarea de mañana.

Lo que pasa piensa Anita, es que como yo no los veo bajar nunca,

pienso que viven acá en la camioneta. Y se ríe sola porque nadie vive

en una camioneta. Jajá jajá…

Claro… y la risa decae dulcemente.

Y un bocinazo la sacude violentamente de su conversación silente y la

devuelve al medio del tráfico de las cinco de la tarde.

Qué aburrimiento…

Pero por otro lado, Anita piensa muchas veces, ojalá que no

lleguemos nunca a casa. Que se largue una tormenta impresionante,

que tiren una bomba nuclear y tengan que frenar los autos donde

están y no nos podamos bajar de los autos porque es muy peligroso

bajarse cuando explota una bomba y también es peligroso cuando hay

una tormenta muy fuerte porque se pueden caer los árboles, si hay, y

por ahí el viento también levanta los autos y te los tira por la cabeza o


te pueden entrar basuritas en los ojos y si entran muy rápido y son

grandes por ahí te quedás ciega.

Sí, sí…

Anita muchas veces piensa, desea, una catástrofe milagrosa que les

impida volver a casa, pero que no lastime a nadie y que alargue la

tarde y que nunca, nunca se haga de noche. Y si se hace de noche

nos quedamos todos acá arriba de la camioneta de marta y no se baja

nadie, nos hacemos unas camas y cada uno cuenta historias hasta el

amanecer, y así todos nos haríamos amigos, acá adentro y entre los

otros autos, y llamaría a mama y a papa y les diría, Ceci y yo no

podemos volver hoy porque la cosa esta muy fea pero no se

preocupen, vamos a estar viviendo un tiempo en la camioneta de

Marta hasta que todo pase…

Pero sabe que nada de eso va a pasar. Por lo menos hoy no.

Se saca el pelo de la cara y se prende bien una hebilla rosa que le

sujeta unos rulos casi rubios que siempre se caen en la cara.

Cara redonda de muñequita de porcelana como le dice la abuela pero

a Anita las muñecas esas de porcelana todas viejas le dan miedo y no

le gusta nada la comparación.

No abuela, no, como esas muñecas no, no me gustan, como el

mazapán me habías dicho, habíamos quedado que yo era como el

mazapán…tenés razón mi amorcito, tenés razón, y el abuelo la llena

de besitos por toda la frente, y le dice que le va a comer la nariz de

mazapán y las orejas y Anita se ríe y se ríe como nunca, como

siempre que viene la referencia de las muñecas que terminan siendo

mazapán.

Cecilia es de chocolate, porque es morocha de pelo lacio, y ojos

chinos. El chocolate también es rico, dice siempre Anita y le muerde la

nariz a su hermana que suelta carcajadas contagiosas siempre que

Ana la hace reír.


Ya todos bajaron de la camioneta.

Menos los otros dos que ya van dormidos ahí atrás.

Ahora llegan a la esquina de las chicas.

Ana, Cecilia, abajo…grita Marta y las chicas se bajan corriendo al

abrazo de Pochi, la señora que trabaja en la casa de las chicas y que

además de hacer casi todos los trabajos del departamento cuida y cría

en parte, sin saberlo, a estas dos nenas.

Se le trepan como a un árbol. Un árbol ancho, un palo borracho

posiblemente porque Pochi es bastante gorda.


Subiendo las escaleras que dan al primer piso donde viven, si uno las

ve desde atrás a la altura de los hombros de Cecilia, comprobaría que

cada una de las nenas tiene casi el mismo ancho que cada pierna de

Pochi con sus mapas de varices dibujados sobre la piel pálida propia

de las pelirrojas como ella.

Las brujas son pelirrojas dijo una vez Anita y Pochi la miró fijo a los

ojos un rato sin hablarle hasta que le dijo “sí, igual que yo…”, sin

pestañear y se fue a la cocina.

Otra vez Pochi tuvo problemas con su dentadura y tuvo que estar tres

días sin la prótesis. Anita y Cecilia la vieron sin dientes por primera vez

y lo confirmaron: por más buena que pareciera, Pochi era

efectivamente una bruja. Había que tener cuidado o tenerla del lado de

una.

Por alguna razón que Ana no puede entender Cecilia tiene siempre a

Pochi de su lado. Yo nunca le hice nada, piensa Anita con un dejo de

tristeza y una extraña e injusta sensación de culpa.

Muchas veces es buena también con Anita pero muchas veces no.

Como cuando Ceci decía que toda la colonia era para ella y Anita le

gritaba que no, que era para las dos y llamaba a mama, y Pochi la

agarro del cuello y casi la levantaba del piso ahorcándola mientras le

advirtió definitivamente en voz baja “¡nunca llames a tu mamá, mal

criada de mierda, y si Cecilia dice que la colonia es de ella, es de ella y

de nadie más, ¿entendés?!”... y Anita entendió que Pochi era un

miedo mas que sumaba a su lista, se murió de miedo y nunca llamaba

a su mamá si tenía problemas con Pochi o con Cecilia si Pochi estaba

cerca.

Mejor ni tocarla a Ceci porque parece que fuera de Pochi. Y hasta ella

lo dice siempre, Cecilia es mía, mía.

Igual no es culpa de Ceci, piensa Anita, no es culpa de ella, yo la

quiero aunque nos peleemos, yo la quiero mucho y la bruja no nos va

a separar.

Y por esas cosas inexplicables que producen el terror y la

subordinación, Anita quiere a Pochi y quisiera que ella le respondiera

ese afecto, que pudieran ser amigas.

Son las cinco y media pasadas. Pochi les prepara la leche y tostadas

con manteca y dulce de leche.

Y ahí empieza otra rutina que a Ana le llena de angustia todo su

angosto pecho.

Ver la tele. Hacer la tarea.



Mami que llega. Charlar un poco con ella, y a las siete en punto, justo

cuando las chicas se están quedando dormidas frente al televisor

viendo dibujitos llega la hora de bañarse.

Las dos juntas.

A la misma hora siempre.

Y hoy no es excepción de nada.

Pochi las arrastra hasta el baño, abre el agua caliente, un poco la fría

y las mete adentro de la bañera. Las deja ahí casi una hora. Pasa y les

lava la cabeza, dos veces a cada una y después el jabón.

Les pasa el jabón por cada poro de la piel y después las obliga a

enjuagarse entre ellas hasta que no quede nada de nada del jabón.

Cada vez que Anita rezonga cansada ¿por qué hay que lavarse tanto?

¿Por qué? ¿Por qué?

Pochi le dice, ¡Sucia!

Y si Cecilia también se queja, la bruja gorda le tira del pelo a Ana y le

dice, ¿Ves sucia?, ¡Calláte!, ¡Mirá lo que le hacés decir a tu hermana!

¡Judía! ¡Vos debes ser judía!, ¿No serás adoptada vos, tan sucia y

caprichosa!

Y Anita pensaba que ser judío era un insulto aunque no sabía bien qué

quería decir.


Pero sabe que no es adoptada porque tiene los mismos ojos que papá

y la misma boca que el abuelo y siempre se lo dicen.

En la panadería los domingos, esta nena tiene los ojos del papá, le

dicen y Anita sabe que todo lo que diga Pochi es para molestarla y

hacerla sentir mal.

También empezó a sospechar que judío no es un insulto en serio

porque una vez escuchó a una amiga que estudiaba catequesis que

dijo que cuando Jesús se murió le pusieron que era el rey de los judíos

porque él era judío y si Jesús era judío no puede ser insulto.

Y que seguro es un insulto para Pochi porque es bruja, y las brujas

están en contra de dios.

Después de bañarse ya son las ocho. Papá llega con un silbido y con

chocolatines para después de comer. Para después de comer,

enfatiza papá.

Pochi pone a las chicas impecables y las lleva al cuarto de los padres.

Ella se va a preparar la comida.

Ese momento es quizás el más lindo del día para las chicas.

Sobre todo para Anita. Sobre todo hoy.




Los cuatro juntos. Solos. Mientras todos nos contamos las cosas del

día y papá y mamá se dicen cosas también y hablan de personas que

no conocemos.

Con Cecilia aprovechan que mamá se distrae para sacarle el rouge de

la cartera y pintarse los labios.

Papá se ríe pero mamá se queja, ¡pero che, recién bañadas, dame

eso Cecilia! Y en el fondo disfruta que sus hijas hagan cosas de

nenas.

Ya está la mesa, interrumpe Pochi.

A comer chicas, dice mamá.

Comen todos juntos, ven un poco la tele y a las diez y media las

chicas son guardadas en sus camas.

Papá se sienta un rato en cada una de las camas y después de

hacerles la señal de la cruz en la frente insiste en enseñarles el padre

nuestro mientras ellas repiten verso a verso la oración.

Les da un beso y después pasa mamá para darles besitos y dejar lista

la ropa del colegio para mañana.

Y ahora es siempre lo mismo pero hoy va a ser peor.

Yo sé que el verano no curó nada como me dijo mamá que iba a pasar

y ya estoy grande para tener tanto miedo.



Mamá apaga la luz y cierra la puerta.

Cecilia y Anita se dicen la contraseña para dormir que se dicen todas

las noches: que sueñes conmigo, con los angelitos y con todos tus

seres queridos, hasta mañana que duermas bien.

Te quiero. Yo también.

Silencio.

Ceci se duerme rápido y Anita empieza a dar vueltas en la cama.

Ahí viene de nuevo.

El terror, el miedo, la angustia inexplicable.

Todas las imágenes más feas del mundo se van a empezar a acercar

a la cabeza de Anita en plena oscuridad.

Anita nerviosa intenta conversar con Cecilia.

Ceci… ¿ya te dormiste?...

No…

Tengo miedo, se queja Anita.

No tengas miedo, le dice Cecilia ya dormida pero con la voz casi

despierta.

No tengas miedo…dormí Ani, dormí en tu cama hoy…

Y Anita siente en esa sugerencia de su hermana menor la condena


que se le viene encima.

Si Cecilia no se duerme profundamente rápido va a tener que soportar

completamente sola en su cama el puente oscuro éste que siempre la

separa del sueño,

Pero en qué momento van a salir las manos esas de debajo de la

cama.

Cuándo se va a abrir el placard.

Quién vive ahí en la oscuridad.

Quién me mira.

Alguien esta acá siempre y está esperando que yo me duerma para

taparme la nariz, para morderme los pies, para arrastrarme hasta

adentro del placard y hacerme desaparecer sin que yo pueda gritar.

Un monstruo.

Una momia.

Un muerto.

Un extraterrestre.

El diablo.

El diablo del que habla siempre Pochi y que ella dice siempre que me

va a venir a buscar, a mí y a los judíos.



El demonio, que existe porque ella me dijo que lo vio, allá en Mina

Clavero, en Córdoba, donde ella vivía antes.

Pero Pochi dice que el demonio se vino a la ciudad y que tiene un

ejército de monstruos y muertos horribles que si no te dormís rápido te

vienen a buscar.

Me lo decía siempre antes cuando éramos más chicas y a ella la

mandaban a hacernos dormir la siesta y yo no quería, no quería y ella

se quería dormir y se acostaba con Ceci y nunca conmigo.


Tengo miedo.

Tengo miedo.

Hay algo en la oscuridad.

Y Anita se levanta corriendo y se tropieza y sigue hasta la puerta y la

abre aterrada.

En pleno pánico abre la puerta del cuarto de papá y mamá que ya

están durmiendo.

Que pasa, pregunta mamá.

Tengo miedo, tengo miedo, llora Anita agarrada al picaporte.

No puedo dormir acá

No, Ana no podés, ya te lo dijimos mil veces


Pero por favor mami, por favor te lo pido y mientras dice esto se

distrae con la sal de sus propias lágrimas que le llegan a la boca.

Qué pasa, se despierta papá.

Es Ana que tiene miedo otra vez, explica cansada mamá.

Otra vez… ¿Ana te vas a dormir?, ya sos grande…

Pero no papá, ruega Anita, no papi, por favor, prendéme la luz,

No te puedo prender la luz porque tu hermana no puede dormir

¿Será posible che? Se queja el padre mientras la madre cuchichea

algo con él en la cama.

Será posible Ana que no crezcas, y papá prende la luz al fin.

Es que tengo miedo papi, tengo miedo, ruega y suplica Anita

esperando misericordia.

Pero papa se levanta, no le abre la cama como antes y eso es una

mala señal.

Vení para acá, y la lleva del hombro al cuarto.

Te metés en la cama, ordena el padre.

Pero papi, llora Anita.

Te metes en la cama y hace silencio que todo el mundo duerme por

favor…



Y el padre mete a la hija desahuciada en la cama, bañada la cara en

su dulce llanto de nenita muerta de miedo.

Te quedas ahí, es el imperativo que da el padre.

¡Pero me caigo y me levanto che! Se queja el padre para sí

acomodando a su hija.

Te quedas ahí y no te movés más, es la última vez que te lo digo.

¡Mañana hay que trabajar caracho! y vos y tu hermana tienen que ir al

colegio.

Ya rezaste así que no tengas miedo

Pero Ana sigue resoplando, sollozante en la penumbra, en la

oscuridad inminente solo suavizada ahora por una luz que viene del

cuarto de los padres y la luz del pasillo que ya, ya, se va a apagar.

¡Te das vuelta y te dormís!

¡¡¡Te das vuelta y te dormís dije!!!

¡Mirando a la pared!

Que sea la última vez Ana. Si no se acaba la tele o te mando a dormir

con Pochi.

Y la puerta se cierra definitiva por esta noche.

Anita lo sabe.

Lo sabe y tiene pánico.


Solo viven en la oscuridad la respiración llorosa de Anita y el silencio

con cuerpo y alma que lo llena todo.

Uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve diez, uno dos tres

cuatro cinco seis siete ocho nueve diez, Anita toca con la mano la

crucecita que esta pegada en la pared a la cabeza de su cama, como

un rito, esperando que en la cuenta se terminen los miedos pero los

miedos no se terminan contando ni tocando una cruz diez veces.

Anita se levanta haciendo el menor ruido posible.

Ahora se siente casi un pequeño felino en la oscuridad, un gatito

asustado.

Lentamente corre sus sábanas, se incorpora ciega y se prepara para

el último recurso: los tres pasos que la separan de la cama de Cecilia.

Arriba, uno dos tres rápido y acá esta el borde de la cama.

Ahora yo tengo que quedar del otro lado, entre Ceci y la pared para

que no me pase nada.

Tiene que lograr meterse en ese angosto espacio sin despertar a su

pequeña hermana que últimamente ya empezó a molestarse por la

sorpresa de despertarse al borde de su propia cama estrecha, más

estrecha siempre por la intromisión nocturna de su hermana mayor.



Anita levanta una pierna en la oscuridad y trata de tocar con la punta

del pie esa zona franca entre Cecilia y la pared.

Extrañamente llegado este momento, no se preocupa por su espalda

ni por la oscuridad que la rodea.

Ya llego a la isla, ahora solo falta ubicarse en el pequeño pozo más

allá de su hermana.


Despacio un pie, después el otro.

Despacio por sobre Cecilia, y con extremo cuidado abrir la cama

desde este otro lado.

Como en cámara lenta.

Una vez adentro, apretujada ella sola, por no querer ni tocar a Cecilia

para que no se despierte, empieza a relajarse por fin.

Sabe que papá se va a enojar mañana cuando vea que otra vez volvió

a meterse en la otra cama.

Que lo desobedeció en su receta imperativa que le iba a garantizar el

sueño tranquilo enfrentando la pared. Dándole la espalda a toda la

oscuridad.

Sí, claro, piensa ahora Anita, claro, seguro. Mirá si justo voy a


ponerme como me dice papa, justo como me da más miedo, y lo

piensa tranquilizándose porque ya esta a salvo en la trinchera, detrás

de Ceci que la protege de todos los monstruos del mundo.

Ahora si me voy a poder dormir. Tengo tanto sueño.

Y en la oscuridad mas profunda que habita debajo de las sábanas algo

se mueve y le agarra la mano.

La manito de Cecilia que todavía no se durmió del todo la acaricia.

Dormite Anita, toma mas almohada, le dice permisiva su hermana de

siete años.

Dormite tranquila, no tengas miedo.

Yo te quiero mucho.

No tengas miedo.

Mañana…mañana…dice en voz bajita Cecilia sin concluir mientras se

queda dormida por fin.

El verano no curó nada de lo que dijo mamá, piensa Ana, pero por lo

menos todavía tengo a Ceci.

Anita sonríe en la oscuridad y los sueños mas lindos del mundo de los

sueños se preparan para entrar entre sus cejas.




fin
-2-
ESTELA Y EL RELOJ DESPERTADOR


Estela mira el reloj despertador dos minutos antes de que suene.

El verde luminoso de los números del reloj eléctrico que le dio la

señora ahora es algo común.

Tomá este reloj Estela, para que te levantes temprano, es

despertador, podes despertarte con la alarma o con la radio si querés

pero yo no sé cómo se programa, le habían dicho, cualquier cosa le

preguntás a alguno de mis chicos cómo se hace porque yo de estas

cosas no entiendo; y Estela tampoco así que no lo tocó nunca.

Sólo lo enchufó, sometiéndose a la voluntad anterior que traía el reloj,

a sus horas y sus sonidos y al verde que iluminaba la oscuridad.

El mismo que no la dejaba dormir al principio y que ahora necesitaba

cada vez que apagaba la luz y se metía en la cama cada noche para

rezar antes de dormirse.

No entiende cómo ya se le hizo costumbre despertarse a las seis y

media, o en este caso, dos minutos antes de las seis y media.

Cómo fue, en qué momento exacto se le metió debajo de la piel como

un bicho que tejió otra piel, otra Estela, esta costumbre de despertarse

tempranísimo y lo mismo se pregunta de otros tantos hábitos que

también la doblegaron de alguna manera en estos últimos cuatro años
lejos de casa.

Yo no quiero que te vayas nena, le dijo su mamá, pero acá no tenés

nada que hacer y allá aunque uno no quiera siempre hay más

posibilidades de ganar más plata o por lo menos de conocer a un tipo

que te quiera y te cuide.

Pero Estela ya tenía alguien que la quería. Un hombre al que ella

amaba, por eso no tenía ganas de irse.

Y para qué mamá, para qué si acá estamos bien, yo ando bien… Pero

la plata no alcanza Estela, no alcanza para que vivamos todos en esta

casa con tus dos hermanas más grandes viviendo acá con hijos y

todo. Vos sos despierta Estela, andáte ahora que no tenés nada que

perder, después cuando una crece más se pone sentimental y siempre

queda agarrada a algo.

Y que tiene eso de malo, se había preguntado Estela en ese momento

pero no lo dijo. Y no dijo tampoco que ella creía haber crecido ya,

porque su mamá era buena y una pregunta más podía llevar a más

preguntas, incluso a preguntas que ella misma no quería responderse.

Mamá, una señora que prácticamente la crió sola, con la abuela, sin

hombres.

Los hombres se van antes siempre, le decía su abuela…si no se van

corriendo por la puerta se van con las patas para adelante pero se van

siempre antes.

Eso Estela lo sabía por su abuela, su mamá y sus hermanas mayores

pero también lo tenía marcado en el cuerpo.

Un aborto a los diecisiete le había dejado una cicatriz, no de la

matrona que se lo había practicado sino de la piña que le pegó el

chico que iba a ser el padre, ese que creía que era el novio de Estela y

se enteró del aborto y se fue de ella y de su vida, y se fue incluso del

pueblo.

Ese chico básico como un ladrillo de barro se había enterado también

del otro secreto de la asquerosa de Estela, que se lo dijo todo de golpe

y el pobre infeliz sintió semejante noticia como una piña en la cara y

respondió con lo mismo.

Un golpe en la mandíbula de la pobre Estela la dejó comiendo con

bombilla por dos meses y con una cicatriz en la cara, ahora apenas

perceptible, sólo cuando se le quemaba excesivamente la piel con el

sol, cosa que ella siempre evitaba. Por eso y por su complexión blanca

de porcelana, esas pieles que llaman a ser tocadas, pero con sumo

cuidado y que hacen resonar una fragilidad que no siempre logró

permanecer en la persona.

Llegar a la gran ciudad con semejante peso en el bolso y con una

valija llena de miedos no fue fácil.

La oportunidad vino por una hermana de la señora que vivía en

Mendoza y para la cual trabajaba una de las hermanas mayores de

Estela.

La señora de Buenos Aires necesitaba a alguna chica que fuera

honesta sobre todas las cosas y su hermana le recomendó a la

hermana de una chica que trabajaba para ella.

Al principio todo lo que la chica conoció de la capital fue el camino de

la estación a la casa de la señora, que era como de veinte cuadras y

después el cuarto, la pieza de servicio de donde rara vez salía.

Por lo menos durante el primer año en la ciudad.

Después le fue perdiendo el miedo al asunto y hasta le gustaba la

forma en que los porteros o los quiosqueros le decían cosas lindas a

veces, y otras veces solo susurraban groserías. Groserías que eran

siempre una forma de halago y admiración disfrazadas casi siempre

como insultos o amenazas de perros sin dientes, forma tomada en

parte por el miedo ancestral del hombre hacia la mujer.

Los fines de semana salían a veces, con una prima que había

conocido y a la que su madre le dio la opción de llamar si se sentía

muy sola y no aguantaba.

Estela fue aguantando.

Aguantando…

Pero la soledad redundante entre tanta gente sola de ciudad no se

hacía mas fácil y cuando esa dificultad la superaba llamaba a su prima

y salía a pasear. Rara vez hablaban de algo que no estuviera presente

en el paisaje.

El sol de las seis de la mañana le da un fulgor verdoso a los ojos

marrones de Estela, los llena de vida, le devuelve sus 24 años y le

saca todas las historias feas de encima.

El sol limpia, piensa Estela mientras unos primeros rayos se cuelan

por la ventana de su cuarto.

Rayos que no vienen directamente desde el sol, porque la pieza de

Estela da a un aire y luz interno, pero el sol se las arregla para llegar

hasta ella rebotando primero en una y después en otra ventana.

Estela se ducha, dos veces por día.

Una ahora a la mañana temprano y otra después, tarde a la noche

antes de irse a dormir.

Se ducha con agua fría como le enseño la abuela, para despertarse

toda, para que todo el cuerpo se despierte.

Se pone el delantal, unas zapatillas gastadas, a veces unas ojotas o

unas chancletas de goma con agujeritos que ya estaban en la casa, y

se peina un poco su pelo negro, lacio.

Su flequillo corto hasta las cejas y todo el resto apenas largo hasta la

nuca, marco perfecto de su cara, su nariz respingada, su boca chica y

redonda y sus ojos ligeramente achinados como almendras.

Estela está lista ya para enfrentar el día, limpia, con su uniforme rosa

gastado que en algunos tramos del ruedo se deshilacha de trabajar

junto a ella y a las zapatillas viejas un número más grandes que su

talle.

Sin embargo nada puede encerrar todo el magma femenino, más

animal que mineral, que carga este cuerpo de mujer.

Cuerpo que podría estar enfundado en telas reales, en paños de

princesa con piedras preciosas cosidas, sobre zapatos de cristal con

tacos altos, solamente para hacerle justicia a la mujer que ocultarían

adentro.

Pero Estela nació cerca de Tupungato en la provincia de Mendoza y

nada en su destino la iba a llevar nunca desde ahí a la realeza de los

cuentos o del canal español que la mamá veía junto a la abuela.

Podía faltar cualquier cosa en la casa, es verdad, eran pobres, pero el

canal de España tenía que estar, para poder verse ellos mismos en

otras vidas como reyes, reinas, príncipes y princesas.

Todavía ahora en Buenos Aires veía el canal de la televisión española.

Hace poco la señora se ganó un pequeño televisor con los puntos

sumados de la tarjeta del supermercado y lo puso, no era un regalo y

se lo aclaró, en la pieza de servicio, conectado al cable.

A la señora el consorcio le debía una boca adicional de la tele por

cable y decidió aprovecharla.

De paso sentía que le devolvía algo al mundo. Algo en la forma de un

televisor conectado al cable. Al mundo, en la persona de Estela.

Son cosas que suman. Siempre es algo y algo es más que nada,

pensaba la señora.

El día empieza con el desayuno del Ingeniero en el living y el de la

señora en el comedor de la cocina.

El señor lee el diario mientras desayuna.

La señora mira por la ventana.

Y mientras ellos desayunan Estela ya se ha internado en los cuartos

con toda su artillería de limpieza.

Los cuartos son cuatro y salvo el de la señora y el Ingeniero el resto

permanece desocupado.

Aunque la señora siempre se refiera a sus chicos como si estos

todavía vivieran aquí.

Nada debe moverse del lugar que ocupa en esos cuartos.

Esa es la orden.

Quitarle el polvo a las cosas, abrir un poco la ventana, regar las

plantas de los balconcitos y rociar cada cuarto con un perfume distinto.

Los perfumes están en las mesas de luz y son distintos para cada

cuarto.

Son perfumes de hombres, no desodorantes de ambientes.

Eso cada día.

Después, el living ofrece a Estela el mismo ejercicio pero en un

ambiente mas grande y lleno de objetos pequeños y frágiles.

Muñequitas, lladró, bandejas, platos y platitos, que juntan polvo en sus

entrañas y todos los días despiden su cuota, como si se tratase de la

transpiración en las personas.

De todos modos el living tampoco se usa mucho. Sólo el señor para

una hora ahí cuando vuelve del trabajo para tomarse un vaso de

whisky que ella le sirve.

Después del living, Estela arregla el dormitorio de la señora y el

Ingeniero donde deposita más de dos horas teniendo en cuenta que

también ordena y limpia el baño que siempre tiene que parecer presto

a estrenarse. Los azulejos blancos y la losa tienen que dar una

impresión refrescante y Estela ordena después la cantidad de

cosméticos y perfumes de todos los tamaños y colores como si fueran

una familia o un grupo de amigos.

Como si fueran juguetes, soldaditos.

Y de vez en cuando… algunos días… los peores, cuando los ordena,

estos soldaditos le hacen pensar en su corta infancia y en el hijo que

no tuvo, ese fantasma que llevó en su panza durante tanto tiempo.

Ella no lo sabe pero en algunas ocasiones mientras duerme y se

siente sola hasta en los sueños, se agarra su vientre y lo acaricia, y

otras veces se aferra a el de tal modo que si alguien pudiera verla en

la oscuridad de su pieza apenas bañada por la luz de la cocina del

vecino insomne, parecería que le duele la panza.

Mientras limpia el living se siente mejor. Su ánimo siempre mejora al

sacarle el polvo a ese museo del orden, de las pequeñas cosas

frágiles que llenan el espacio y alguna parte de la vida de la señora.

Siente que cuida a todos esos bichitos de porcelana y plata. Siente

que es ella la piadosa y cuidadosa gobernante entre los sillones,

pequeños mastodontes, y las sillas, las mesas y las mesitas, gacelas,

cervatillos, perros domésticos grandes y pequeños.

Acá es donde se siente más necesitada por estos humildes mendigos

de limpieza y protección.

Más que en los cuartos de los chicos, porque los cuartos tienen sus

fantasmas para cuidar de todo lo que los habita.

Pero el living ya no espera a nadie.

Sólo a ella cada mañana.

Estela se sienta un minuto antes de seguir con el living, antes de pasar

a los pasillos, a la ruidosa aspiradora, al comedor.

Se sienta descansa los pies y piensa.

No lo hace todos los días.

Pero hoy sí.

…cómo me duelen los pies, dice Estela en voz baja o en un

pensamiento en voz alta.

Y se saca un ratito las zapatillas, que a esta altura sufren más que los

pies de Estela.

Se masajea, se acaricia sus pequeños pies un momento y se

entretiene viendo los distintos colores y brillos que los caireles de

vidrio que cuelgan de la araña descifran cuando el sol las atraviesa.



Y ahora se acuerda cuando su primo le masajeaba los pies y le decía

lo linda que era ella, toda, desde los pies a la cabeza, y ella sentía que

le temblaban los ojos de alegría al escuchar esas cosas.

Su primo. Su amor. O lo que mas cerca estuvo de la palabra y todo lo

que imprime en cada cosa sobre la que se menciona o se piensa.

El olor de la piel de ese primo lo tiene impregnado todavía en su

propio cuerpo y por más que se bañe siempre lo busca en alguna

parte de su brazo o en su propio sexo.

Los brazos fuertes y el pecho amplio, ese cuerpo de hombre capaz de

sostener una montaña o algo más grande aun, una vida, una vida de

mujer.

Los ojos negros, si existen, los tenía el primo de estela y para ella eran

el fondo de un aljibe donde uno tira monedas pidiendo deseos.

Con la superficie del agua siempre ahí. Ojos para ser mirada con

deseo y para ser cuidada, ojos negros para poder quedarse dormida

bajo su resplandor acuático sobre toda esa oscuridad sin fin que

cubrían.

Se le cruza cuando su hermana mayor los pescó desnudos cerca del

río y le dijo, la próxima vez le cuento a mamá asquerosa.

Ella no entendía por que tanto asco, aunque le dio vergüenza que la


vieran desnuda así unos ojos que no tenían autoridad.

Pero el rumor se corrió entre las hermanas con cierto recelo y los

volvieron a atrapar después de hacer el amor volviendo sobre sus

propias risas, revisando el presente eterno propio de los amantes

luego del éxtasis.

Y esto llego a oídos de su mamá, que le dijo que eso era un pecado

horrible, que los primos no podían hacer esas cosas y que siempre

eran castigados de alguna u otra manera.

Estela expuso como alegato su amor inmensurable pero fue inútil.

Era anormal y así saldrían los frutos impuros de ese amor. Deformes,

tontos, retrasados, sin dedos, o sin orejas, quien sabe.

Y Estela que ya estaba embarazada, fue a lo de una señora que

conocía su mama y se saco el monstruo de encima, el monstruo que

ella deseaba. El que se creía su novio la odió por quitarle la vida a

algo que él pensó que era suyo y al enterarse de todo no pudo

entender media palabra pero se le venían imágenes tan feas, tan

aterradoras a la cabeza que le partió la cara.

Y el primo desapareció una noche después de verla a escondidas

dejándole como cruz y como horizonte la promesa de volver a pesar


de todo, de buscarla por el mundo si fuera necesario y todo ese largo

etcétera que ella quería y no quería escuchar.

La mamá de Estela creyó haber hecho todo como dios manda y

después, como si fuera el próximo paso lógico, la mando a Buenos

Aires.

A la capital. A lo de la hermana de la señora de Mendoza.

A lo de la señora de Buenos Aires.

A este living ahora, a su pequeño zoológico donde sostiene todavía

estos pensamientos y sus pies y mira alucinada los destellos del sol,

las hermosas criaturas que salen de la araña de vidrio que cuelga del

techo.

Recién llega el mediodía y se siente como si lo peor y lo mejor del día

ya hubiera pasado.

Queda por pasar, el almuerzo de la señora, el pollo hervido con

verduras al vapor de todos los días.

Queda la siesta. La hora de la siesta, porque acá no se duerme a la

tarde.

Falta todavía ver la televisión, y distraerse, planchar en compañía del

aparato y sus increíbles habitantes, horribles pero divertidos para ella.

Falta también poner la ropa a lavar.


Recibir el pedido del supermercado.

Recibir al señor con su whisky.

Preparar la cena, servirla después de anunciarles a los señores que la

comida esta en la mesa.

Responder a la campanita de la señora para retirar las cosas de la

mesa.

Queda comer sola en la cocina y lavar los platos.

Cruzar pocas pero significativas palabras que de algún modo

encierran afecto con la señora mientras esta se fuma un cigarrillo en el

lavadero.

El hasta mañana.

La palabra mañana que parece tantas veces ser sólo eso.

Nada más que una palabra.

Bañarse.

Y volver a su cuarto.

A la pieza y cerrar la puerta…

Estela se acomoda el pelo y lo peina un rato mientras en la tele dan

una película vieja doblada al mejicano.

Sentada a los pies de la cama sus ojos pasan del televisor al espejo

indiscriminadamente.


Alguna parte de ella se entera muy en secreto que lo que ve en el

espejo es mucho mas lindo que cualquier cosa que pasen en la

televisión y media sonrisa responde a eso como un reflejo primitivo.

Estela apaga la luz y después apaga el aparato.

Reza un rato sin pensar.

Sin pensar que muy a pesar suyo todo lo que el camisón blanco de

algodón con sus florcitas rosas, gastadas, esconde, esconde también

el propio pecado.

Y lo que no cubren ni el camisón ni las sabanas tiene la soberbia

natural de la hermosura, y eso también es un pecado.

Pero por suerte Estela no sabe nada de eso ahora.

El vecino ilumina desde su insomnio tenuemente la pieza de servicio.

Estela mira el reloj despertador.

El verde optimista de los números eléctricos que salva todo lo que la

oscuridad no se devora.









Entre todas esas cosas cercanas al reloj, están los ojos cansados de

Estela, que se cierran despacio, muy despacio, esperando en sueños

enormes a un príncipe que escale la ventana y la bese al despertar,

lejos, muy lejos de acá.

Sobre el pasto.

Cerca de un río ruidoso.









fin




-3-
NATALIA ESCRIBE UNA CARTA EN SU CABEZA


La comida está lista – oye Natalia y no contesta mientras termina de

secarse el pelo después de una ducha corta. La comida está lista

Natalia-repite mamá.

-ya voy –grita Natalia mientras apaga el secador y confirma que el

ruido del aparato no tapa todos los sonidos que ella quisiera.

No fue una buena noche. Natalia durmió incómoda por el calor

húmedo del fin del verano, dio vueltas y tuvo pesadillas.

Generalmente se expresa de una forma que denota un mal humor,

una mala predisposición para todo pero con el mismo tono puede decir

algo gracioso o quebrarse en una risa.

Natalia no llora. Alguna vez con alguna película se le humedecen los

ojos pero jamás lo aceptaría en público. Natalia no llora.

Ya lloró todo lo que tenía que llorar cree ella, cuando su hermano

Federico se murió a los nueve años y ella contaba sólo siete.

Para ese entonces papá ya se había ido de casa y estaba teniendo

hijos con otra mamá, en otra casa. Hijos que son medios hermanos

de ella pero que ella jamás quiso conocer. El hermano que ella había




tenido se había ido para siempre y eso era todo lo que ella sabía, eso

es todo lo que ella sabe todavía hoy. En ese entonces no sabía lo que

quería decir leucemia y tampoco sabía pronunciarlo.

Es vital sin embargo y conserva un sentido del humor agudo y rápido,

con excelentes reflejos como la cola de un escorpión, aunque sus

modos dejen interpretar muchas cosas.

Ya sé que la comida está lista, si la hice yo – le explica Natalia a su

mamá con un sarcasmo habitual que marca territorios.

La hiciste vos, pero yo te estaba diciendo que ya estaba lista-contesta

mamá- y además la mesa la puse yo.

Y las dos se sientan a comer casi siempre en el silencio marcado por

el televisor aparentemente vivo, ese aparato donde la gente que

aparece muestra una incapacidad supina para administrar su propia

energía.

Terminan de comer y Natalia dice – yo lavo mamá- y mamá dice –no

dejá nena- dejá vos-replica Natalia-anda a recostarte, está bien lo

hago en dos minutos, más rápido que vos.

Y mamá se va a su cuarto, a tirarse bajo en ventilador y escuchar la

radio.


Así pasa muchas tardes desde que le agarró ese problema en la

cadera, un problema que llegó para quedarse con el gran auspicio del

desgano que auspician fervorosamente la falta de proyectos y hoy

particularmente el calor y la humedad.

Ay! Qué calor…qué llueva de una vez-comenta mamá en voz alta

desde su cuarto mientras se recuesta y prende la radio, y Natalia sabe

que esas van a ser las últimas palabras de una casi conversación

familiar hasta la madrugada.

Natalia entra a las siete a trabajar de moza en un restaurante, y con

ese ingreso más la poca plata que aparece por la pensión de mamá y

que a veces manda ese tipo se arreglan.

Ese tipo…así se refiere Natalia cuando habla de su padre.

Mamá rara vez lo nombra y cuando lo hace dice tu padre, o tu papá,

pero a ella no le gusta ni escuchar la palabra que esconde en sí la

sangre, su propia sangre.

Natalia tiene un novio hace ya cuatro años y cuando le contó a él su

historia tampoco estableció la relación que marcaba la pregunta

interesada de él: ¿y tu papá?

Ella dijo del asunto que el tipo se había borrado cuando ella tenía

entre cinco y seis años y que sólo lo había vuelto a ver tres o cuatro


veces en su vida en la casa de la abuela y después en el entierro.

Nunca le contó que también había estado en el funeral absurdo de su

hermano.

Nunca se lo contó porque de esa vez guardaba lo que se sentía como

un buen recuerdo, pero lleno de culpas por estar guardado en el

momento equivocado.

No volvió a tocar el tema con su novio ni con nadie y alguna vez sólo

agregó frente a cierto cuidado, cierta compasión del novio frente al

tema de los hermanos que para ella todo el asunto de Federico estaba

cerrado en su cabeza. Había muerto y era una cuestión cruelmente

absurda e incomprensible, pero había muerto y no había nada que

hacer.

Ya había llorado todo lo que tenía que llorar en la vida, según ella, y

había estado mucho tiempo llorando para poder dejar de llorar.

Sin embargo ayer entre el calor insoportable y los sueños creyó

haberse sentido triste, y esta era la pesadilla, en su sueño se vio en

llantos.

Ahora , después de lavar los platos, sentada en la cocina al lado de la

ventana y frente al ventilador, mientras pasa las hojas del suplemento


deportivo, todavía piensa por qué estaba triste y piensa en su padre,

en el tipo.
De vez en cuando piensa en él.

Ella lo sabe y le molesta.

De vez en cuando se imagina cosas que la hacen sentir una nena de

cinco años.

A veces quisiera que el tipo la viera en su día a día, hacerle algunas

preguntas, por qué dejó a mamá, por qué nunca le interesó aparecer,

a veces desenvuelve el bollito que hizo del mediodía aquel en el

cementerio, en el entierro de su hermano y lo estira y lo plancha para

hacerlo más grande. Nunca lo quiso dice Natalia, jamás sintió algo por

él, pero ese mediodía recuerda que fue feliz.

A veces también, muchas veces, le gustaría que estuviera muerto, que

hubiera sido él y no Fede el que ocupara aquella caja de cálida

madera congelada por el cuerpo sin vida de un nene de nueve años

que tenía en la mirada la mitad de la vida de su hermana, todo un

mundo compartido.


Unos meses atrás creyó ver al tipo por la calle y no fue la primera vez.

Otra vez en un colectivo le pareció que uno de los pasajeros era él,

con menos pelo y sin afeitar, y hasta se bajó del colectivo para

seguirlo dos cuadras tratando de empatarle el paso para decirle algo,

insultarlo creyó ella, pero se le perdió en la avenida, retenida ella por

el semáforo y una carrera frenética de autos que volvían del trabajo.

Después pensó que no era por una cuestión de cálculos. Ella seguía

buscando una foto de un hombre joven, tal vez con menos pelos en la

cabeza, tal vez cambiado, sin pensar en los más de veinte años que lo

separaban de esa imagen.

Y las veces que se lo cruzó en lo de la abuela no quiso mirarlo, no

quiso quedarse, ni registrar su voz o sus rasgos, para castigarlo, o

quizás para quedarse con la esperanza que encierra un extraño en un

colectivo, cualquier día a cualquier hora.


Muchas veces pensó en escribirle una carta y decirle que no estuvo

nunca, despedirse y tirarle los últimos reclamos, el cumpleaños de

quince, el problema de mamá en la cadera, la otra familia y los otros

hijos, cualquier cumpleaños, todos los cumpleaños en realidad, una

llamada por teléfono alguna vez.

Qué tipo de mierda-piensa ahora Natalia y arruga el diario mientras la

vista se le escapa por la ventana.

Pena me da, pena…se dice-un infeliz…un fracasado, un insensible, un

tipo sin esperanzas, un sinesperanza, un muerto…

Si no fuera porque está vivo y eso hace hoy toda la diferencia.

No se puede llorar a un vivo.

Y aunque Natalia no llora, no sabría de todos modos cómo llorar a un

padre que está vivo por ahí en alguna parte.

Como una amenaza.

Como una cuenta pendiente o un encuentro con el destino, como la

muerte lo es también.

Quisiera escribirle la carta y decirle que también lo necesita y que si el

es infeliz no tiene por qué serlo.

Que siempre se puede ser feliz, que nadie se merece privarse del

amor de una familia, que el amor de una hija es único y que el de ella

es más único todavía. Que tener una familia te lava más que el agua

bendita…

Si pudieras verme ahora papá-piensa ahora Natalia y se sorprende

pensando en la palabra papá. Se sorprende pensando que querría que

su papá la viera ahora, porque ella siente que no logró nada de su vida

en veintinueve años, que dejó las carreras que empezó, que tuvo

experiencias y probó cosas que dejó en su mayoría, que creció…pero

eso no es ningún mérito, piensa Natalia, los árboles también crecen

casi siempre, aunque nadie los cuide.






Tengo a mamá y siempre voy a tener a mamá pero no es lo mismo, no

es lo mismo…

Natalia se atraganta con las palabras que no diría pero que le

escribiría en una carta.

Y antes de levantarse para ir al kiosco se le articulan solas las frases

de la carta en su cabeza, de lo que realmente le diría en esa carta que

no va a escribirle nunca, nunca, nunca:


“Papá:

Quisiera que vieras todas las maneras de vivir un día que

Tengo

Cómo sé moverme en el tiempo con la mente y volver a ese mediodía

en el cementerio cuando en medio de tu llanto me acariciabas la

cabeza y me peinabas y yo no me animaba a moverme, no me

animaba a mirarte para no interrumpir tu caricia torpe de padre que no

sabés ser

Que estuvieras acá para ver lo bien que miento, cómo me creo casi

todo lo que digo, frente a la gente, a mamá, a mi novio, en mi trabajo.

Tendrías que estar acá para reírte de que lloro como una nena cuando

estoy sola y en silencio, para juzgarme amable cuando me duermo en

la penumbra de mi cuarto o frente a la resolana artificial y azul del

televisor, después de un día agotador, vivido de tantas formas sin

hacer absolutamente nada.

Ah! Si estuvieras acá

Si pudieras verme.”



Y Natalia agarra las llaves y abre la puerta, sale a la calle de la tarde,

ahora más tranquila, con los ojos empañados y una sonrisa que sólo

ella entiende.
El calor parece agradable.
El sol le seca la cara.
fin
-4-
- RAQUEL DESPUES DEL MEDIODIA -


Hay días que no aguanto, no aguanto, dice Raquel a la foto de su
marido, muerto ya hace tres años.
Ella nunca dice que su marido murió porque no le gusta nada hablar
así de él, dice que se fue, desde que se fue Horacio y parece como si
Horacio la hubiera dejado y en el fondo también, como si fuera a
volver algún día.

Así hablaba de él cuando hasta hace tiempo todavía se juntaba con
Amalia y Nené a tomar el té, el largo té que servía para hablar de
Horacio y del que se fueron aburriendo las chicas, hasta que siempre
tenían una excusa para no venir y hasta que por fin dejaron de llamar.

Eso fue cuando Raquel todavía tenía setenta y siete años.

Hoy todavía no lo recuerda pero mañana cumple ochenta.

Ay Horacio, Horacio…repite mientras subida a una pequeña escalera
le pasa la franela a un cuadro viejo de un pariente que jamás conoció.

Repite el nombre del que era su marido pero no termina ninguna frase.

Quizás lo haga para sentirse acompañada.

Son las doce del mediodía y Raquel todavía sigue encerrada en su
rutina cotidiana que incluye despertarse a las cinco de la mañana para
ir al baño y prepararse el mate mientras escucha el noticioso antes
que nadie y a cada noticia responde con un suspiro o un bufido
automático y a veces se queja con el aparato que le regalo una nuera
hace mucho o directamente al locutor y le dice a donde vamos a parar,
esto no tiene arreglo, que manga de ladrones, no se cansan de robar y
cree que esta haciendo una reflexión afilada, digna de estar en la
televisión.

Si ella estuviera en la televisión, las cosas que diría, las cosas que les
diría en la cara a todos si fuera panelista o si tuviera una parte del
programa de la tarde para ella.

A las seis vuelve a acomodar su generoso cuerpo en la cama y
duerme otras dos horas y ya a las ocho decidida a enfrentar el día se
mete en la ducha, se baña con mucho cuidado de no caerse.

Que muerte estúpida esa, y hasta se imagina a los vecinos tratando de
entrar a su casa, intuyendo su cadáver por el olor que invade los
pasillos.

Porque si es porque no contesto el teléfono no se van a dar cuenta
nunca, piensa.

Total para lo que me llaman mis hijos. A mis nietos ya ni los veo. Dos
veces por año y cambian tanto que ya no se bien quienes son esos
señores.

Que mala sangre me hago, dice Raquel, que mala sangre me hago
por todos ellos, yo que los rezo cada noche en cada rosario.
Y pensar que me querían tanto cuando eran chicos esos dos. Los iba
a buscar al colegio y me los traía a casa o íbamos al cine.
Si Horacio fue el que les enseño todo casi, les enseño a jugar al ajedrez, les
enseño a nadar en la quinta de su padre para que no se ahoguen
porque tener una pileta en el jardín con chicos chicos es un peligro, es
tentar a la suerte. Y mi hijo, Daniel jamás les enseño, el se compro la
quinta y chau pinela, que se arreglen los demás.

El otro hijo de Raquel y Horacio, Luisito, es un tiro al aire. Siempre
con problemas de plata. Estuvo juntado con una mujer bastante
tiempo pero se la pasa solo inventándose negocios que rara vez
funcionan.

La parte de la herencia de Horacio que le tocaba a el lo salvo por un
tiempo, y a veces el hermano le presta algo.
Raquel se termina de bañar y se arregla para salir aunque rara vez
sale ya.

Todo lo arregla con el portero del edificio.

No tiene empleada ni quiere que nadie la cuide. Su nuera insistió
mucho cuando Horacio murió para que se pusiera una enfermera, pero
ella dijo, que enfermera si no estoy enferma, y la nuera, bueno alguien
que le haga compañía y la cuide, y Raquel le contesto sabiendo que
su hijo no estaba cerca que porque no se venia ella si tanto le
preocupaba.
Nunca la quiso. Injustamente, o por lo menos no la quiso nunca sin
tener ningún motivo concreto para negarle algo de afecto.

Pero ella cree que hizo todo lo posible y que hasta prácticamente le
crió los hijos porque mi nuera no sabe nada de lo que una mujer tiene
que hacer y no sabe ser madre, como mi hijo que no sabe ser padre
pero por lo menos les dio una imagen sólida de hombre, que claro, la
saco de Horacio.

Después empieza la limpieza, el orden extremo que a veces lleva al
desorden porque las cosas se mueven tan poco cada día que nada
queda por ordenar aunque Raquel insiste todos los días.
La limpieza es minuciosa.
Cada mueble, cada rincón, cada adorno,
que los hay por cientos, cada marco de cada cuadro en este
departamento del noveno piso de un edificio de Boedo tiene que ser
limpiado, lustrado, desinfectado.

La mesa con su mantelito de puntillas debajo del centro de mesa de
cristal para que la madera no se marque, los caireles de vidrio que
cuelgan de la araña del living demasiado bajo para tener una araña, el
secreter sin secretos, los dos muebles de madera con vitrinas de vidrio
verde en rombos, la madera del piso, el gobelino con la escena
versallesca, todo, todo, y algunas plantas son el universo de Raquel,
pequeño si se ve desde afuera pero casi infinito si se tiene que limpiar
todos los días de esta forma. Todo un universo que no le interesa a
nadie.

Ella lo sabe.

Lo sabe desde hace tiempo.

Ya van a venir dice.

Ya van a venir a sacarme en un cajón de acá cuando me muera y a
repartirse las cosas.

Cuando Horacio se fue, Raquel se apresuro a escribir detrás o debajo
de cada elemento de su universo el nombre del desagradecido
destinatario que tendría cada cosa en caso de su muerte.
Aunque por momentos los recuerda con tanto amor, tanto amor que le
es difícil dormirse por las noches. De vez en cuando de noche ama
mucho a todo el mundo y siente culpa y pena de si misma.

Ahora más seguido que antes. Incluso el otro día cuando por la radio
pasaron aquella canción de Cesar Lindero que decía,” vuela amor mío
vuela, la vida esta de la ventana para afuera”, le dieron ganas de
llorar… pero no lloró.

Pero si de día la agarran algunos de esos pensamientos los elimina en
el acto como si se trataran de insectos, de cucarachas o arañas, que
acá nunca vivieron porque ella siempre estuvo lista para ponerle final a
cualquier peste que intentara invadir la casa. Decía, si entra una
cucaracha y yo no la mato o una araña, después van a ser diez y
después cien y después mil hasta que se van a quedar con la casa,
hasta que me voy a tener que ir porque la casa va a ser de los bichos.

Raquel se olvido del almuerzo. Generalmente es sopa o pollo hervido
con verduras pero hoy prácticamente no puede salir de su cabeza.

El televisor prendido y ya son las dos de la tarde, una pareja discute
mientras la conductora trata de poner orden.
Que horror, le dice Raquel al televisor o a la conductora del programa,
pero si a ese hombre le faltan dientes y a ella casi todos, que horror, la
gente que llevan…yo tengo prácticamente ochenta años y no me falta
ni uno, una corona tengo pero jamás me tuvieron que sacar un diente
porque me los limpio bien, así les enseñe a mis hijos y así les enseñe
a mis nietos también, que a mis nietos les tuve que enseñar todo
porque si fuera por la madre todavía andaban gateando en pañales y
de nuevo empezaba Raquel otra batalla mental con su nuera.

Raquel se sentó, porque le dolían las piernas de estar de acá para
allá.
Las piernas de Raquel no daban más. Parecían tener un racimo de
alambres cortados en su interior tratando de salirse, dibujando acá y
allá distintos signos de interrogación azules o verdes.

Raquel se sentó y el mundo se le vino encima de los hombros. Vio su
universo delante de sus narices como algo finito, patético, sin interés
no ya para nadie, sino para ella. De que servia hacer todo esto.

De que sirve.
Todo lo que hice, que manera de hacerme mala sangre, todo lo que
deje de hacer por ellos, y por todos en general, por Amalia y Nené
también y cuando no fueron ellas fueron otras amigas por las que me
desalme, y ahora este cansancio que duele es por eso y por haberme
roto el lomo para sacar algo de esta familia, algo que le sirva al mundo
para algo y que merezca respeto, y por la ventana abierta del living
que da al balcón se oyen tardíos gritos de chicos que vuelven a sus
casas desde la escuela.

A quien va a importarle que yo haga o deshaga.
Si yo ya no le importo a nadie.
Y se sintió casi invisible en medio de sus cosas, desvaneciéndose, sin
dejar ni siquiera un vacío notable.
Tiene la visión borrosa ahora y le transpiran las manos, parece que se
las hubiera lavado recién, y un fuego frío, congelado la recorre, la
incendia y la congela.
Siente temblar algo dentro de su panza y se asusta.
Piensa que se esta por morir y siente tristeza y bronca, furia y pena de
ella misma, pena de estar sola así y tener que verse, estar obligada a
estar adentro suyo para ser testigo de todo esto. Quisiera llorar, llorar
mares, océanos, y hasta pone la cara, le sale bien la mueca, forzando
todos los músculos de la cara, tratando de arrugarse mas o de
desarrugarse de tanto gesto, pero no le cae ni una lagrima.
Raquel se siente secarse, como una planta, y esta ultima imagen la
llena de pánico. Nunca ,nunca quiero ser una planta piensa y dice
apenas nunca y se marea pensándose en un hospital, viéndose
vencida alejada de este universo que si bien ahora parece
intrascendente es su tesoro lleno de tesoros, es su cuerpo.

Ahora Raquel tiembla toda, son las dos y media de la tarde y nunca se
sintió así, jamás, ni cuando Horacio…. Y en un gesto que ella misma
casi no comprende se levanta y busca alrededor la forma de no sentir
esto que siente como si fuera una cosa que se le perdió en el living y
que ahora cuando encuentre inmediatamente va a aliviarla, ahora si,
tiene que ser por acá, que aparezca algo, que se vaya el hielo este
todo prendido fuego que tengo en el cuerpo, y de qué tengo miedo si
yo no tengo miedo y nunca tuve miedo, y eso se los inculqué yo y no
Horacio a mis hijos y ahí ve la escalerita de cuatro peldaños que usa
para limpiar los estantes apenas más altos y la agarra, se aferra
primero y después la lleva arrastrando hasta la baranda del balcón.
Raquel da uno, dos, tres pasos temblorosos y toca con la punta de sus
pies el borde de la baranda. Debajo de ella una calle de Boedo no la
mira, ni se fija en ella.
La gente hace la siesta o trabaja o esta en otro lado porque en esta
calle apenas se oyen cantar pajaritos y los autos suenan como olas de
un mar lejano.

El timbre del teléfono rompe esta tensa quietud y Raquel se asusta y
reacciona por reflejo a darse vuelta y correr a contestarlo pero
trastabilla, pierde el equilibrio en la pequeña escalera de cuatro
peldaños que se mueve y toda esta mañana, este mediodía y este
después del mediodía le roban el equilibrio a Raquel y la dejan mas
allá de la baranda, que golpea con el mentón antes de caer al vacío.
Sobre la vereda, el cuerpo de una mujer mayor, un tanto gorda, yace
boca abajo y la gente grita, uno o dos que la ven, y otros se acercan.
Raquel tiene la cabeza torcida hacia un costado y parece todavía mirar
como vienen a visitarla todos estos extraños.

De debajo de su cuerpo y desde su boca, se escapa, como un río de
seda roja, la inquietud que la envenenaba, toda su mala sangre.
fin
-5-
- ELISA RIE -


Elisa se ríe. Mucho. A carcajadas. Y su risa sonora es de niña,

graciosa, contagiosa para los que la oyen reír.

Y esta risa es también un argumento sensual de su personalidad

porque contrasta con su cuerpo de mujer de veinte años.

Cuerpo que reventó, floreció de golpe tardíamente, entre los dieciséis

y diecisiete años.

Sus amigas, ya todas tenían pechos notorios cuando a Elisa todavía

todas las remeras le quedaban grandes y se frustraba cada vez que su

mamá, para apurarla mientras se vestía, le decía no te pongas el

corpiño que estamos llegando tarde, y ella quería, porque ponerse el

corpiño era asumir que ahí había tetas aunque no se notaran todavía,

darles el lugar, el respeto que iban a merecer después.

Después es ahora y Elisa tiene un cuerpo de mujer que hace que sus

amigos hombres tengan que lidiar con su condición de amigos

solamente. Hasta a las mujeres les parece linda, que es bastante decir

teniendo en cuenta que cuando una mujer dice que otra es linda en

realidad quiere decir exótica, con una nariz interesante, con

personalidad, que sabe llevar la ropa, que es elegante y todas esas

cosas que los hombres grandes y los homosexuales también saben

apreciar.

No es el caso de Elisa.

Ella es linda linda, y hasta las mujeres lo notan.

Quizás,…pero no… tal vez…quizás sus caderas para ella y sólo para

ella, sean un poco mas anchas de lo que las proporciones actuales

exigen y esto junto con no llegar al metro setenta a veces la pone a

pensar cosas feas.

Las exigencias actuales son imposibles de satisfacer, dice ella, y

además yo no quiero ser modelo así que no es mi problema.

Y por momentos se lo cree todo. Por momentos se cree todo lo que

piensa ella sola sin otro aval que la auto convicción y la negación,

virtud ésta tantas veces usada y siempre subestimada. Cuando

realmente es una virtud; aunque cuando se reconoce como defecto

también suele subestimarse.



Dentro de su grupo de amigas, habla y la escuchan, aunque no diga

nada importante.

Hace reír a los demás.

Si no es por lo que dice es por cómo se ríe, que es tan lindo.

Viernes a la noche…hoy nos juntamos en lo de Agus, le dice una voz

desde el teléfono y ya es de noche y Elisa ya está en lo de Agus,

haciendo reír y riéndose, impecable, lindísima, con sus ojos marrones

achinados y su pelo largo hasta los hombros, su rubio ceniza, con sus

piernas al aire, escapándose por los dos tajos de una pollera larga

hasta el piso, con su remera que en algunos lugares no da más de

ceder al pecho ahora orgulloso de Elisa, perfecto.

Como el hombre que no tiene pero que siempre busca e imagina.


Ella cree que lo tuvo alguna vez pero que lo perdió porque ella era

muy chica y muy tonta, muy demandante y muy insegura, pero trata de

no recordarlo aunque haya sido hace cinco años cuando lo conoció.

Tan poco…Poquísimo…Pero un cuarto de vida para ella. Un montón

de tiempo, hace mucho ya, dice y piensa.

Yo era re chiquita repite incansablemente cuando cuenta algo que

tiene alguna relación forzada con aquel tiempo en el que ella

descubrió el poder embriagador, como vino dulce, de estar

enamorada. Un vino dulce, lleno de vitaminas además, fortalecedor

como ninguno.

También durante esa época, en el lugar donde sus piernas se juntan

encontró a otra Elisa con una voluntad propia, más curiosa aun de lo

que ella hubiera esperado de sí misma. Una Elisa que necesitaba algo

que todavía no había sabido encontrar pero que con el tiempo iba a

aprender tan bien a conseguir.

Dame cerveza…No…Vino blanco…, le dice Elisa a Agustina.

Sos una pésima anfitriona.

Y Agustina, Bueno nena…disculpame y todas se ríen.

Suena el timbre y llegan los chicos. Amigos. Conocidos. Los mismos

de siempre. Los que no hay que ir a buscar. Los que son como

hombres pero todavía no lo son y no dan miedo. Los que parecen

inofensivos.

Entre los chicos esta Facundo que a Agustina le gusta tanto pero que

no deja nunca de mirar a Elisa, y aunque a Eli no le gusta

particularmente nada de Facundo, sí le gusta que la mire y en el fondo

también que sea otra la que está enamorada de él y ella la que tiene

ventaja en este apenas masculino bastión, en este aun torpe príncipe,

emisario de la zona norte de la ciudad.

Y la noche entra por debajo de la puerta, por una ventana abierta, por

el perfume de las chicas y el olor a maquillaje ahí debajo, perceptible

sólo de cerca…la noche entra por el olor a cuero, a madera, a

cigarrillo, a cítricos que tienen los chicos.


La noche a veces se siente en el cuerpo de Elisa como un tío que ella

creía perverso aun antes de saber el significado de tal palabra. Un

hombre mayor para ella. El tío de los ojos verdes intensos delineados

por ojeras, y de pronto no tan mayor pero más perverso todavía.

No es mi tío en realidad, se cubría siempre Eli ante sus amigas que

preguntaban quien era ése cuando aparecía en medio de una reunión

familiar o en el cumpleaños.

Es mi tío, pero es primo de mi mamá, primo segundo creo, y se

liberaba de ante mano de cualquier culpa que pudiera surgir, como

resultado de posteriores pensamientos a solas.

Culpa que era como humedad en las paredes de un baño, inevitable,

fea, molesta ahí…Una mancha ocre y medio verdosa en una pared

blanca.

De vez en cuando los baños se pintan también y las manchas

desaparecen.

De vez en cuando se muestra la casa a algún invitado y siempre

aparece la excusa por la mancha de humedad. Es el vecino… es del

vecino la mancha…Se le rompió un caño…El tipo es un desastre y a

nosotros se nos pone el baño así…



La noche se hace cargo de Elisa, de sus amigas y de sus amigos y les

hace creer que son ellos los que deciden qué están haciendo.

La noche entra también por los ojos de Facundo y por la boca de Eli

que ríe melodiosa su risa de sirena.

Después vamos a la fiesta en lo de Diego, dice uno de los chicos.

Pero nunca van a salir para la fiesta.

Eso ya lo saben todos.

Porque a la fiesta irían a buscar lo que acá ya tienen.

Y pasan los litros de cerveza, y los vasos de vino, y la marihuana que

va y viene y que ninguno sabe manejar. Algunos se le animan a la

sordidez de las pastillas en una fiesta de departamento, otros creen

que, tal vez, sea ir demasiado lejos aunque nadie se anime a

confesarlo.

las pastillas las trajo Pablo, el novio de vicky, y vas a ver que no hacen

nada, vas a ver, y cómo se oye la música y todo es música y mirá qué

lindo que es tocarse así…escuchá…cuchá…cuchá….uuuhhhhh…



Elisa hace como que se anima y cuando nadie la ve

se saca la pastilla de la boca y va al baño y está a punto de tirarla

pero decide guardarla en atado de cigarrillos.

Vuelve al sillón y de veras siente como si la pastilla le hubiera hecho

efecto aunque es el vino y la cerveza y por supuesto el porro que a

ella le hace tanto efecto con tan poco, con ni siquiera fumarlo.

Y ahora se siente una estrella de la televisión local.

Y se siente sensual.

Todo es sensual para Elisa ahora.

Algunos bailan en el living y otros discuten en voz muy alta y riendo a

los gritos.

Eli participa sólo para mirar a Facundo.

Para que Facundo la mire.



Qué lindo que está le dice Agustina en la cocina en medio de una

escapada confesional y ella asiente más para adentro suyo que para

afuera y si se detuviera a pensarlo sentiría culpa pero se da vuelta y

camina resuelta hacia el living escapándole a eso que ella conoce tan

bien y que se esconde siempre en los lugares menos pensados, como

detrás de una esquina o debajo de las sabanas. Incluso dentro de

algún libro. Eli escapa hacia el living.


Agustina se queda en la cocina y toma dos vasos de un vodka que

estaba escondido en el congelador. Antes de guardarlo toma otro ya

sola frente a la heladera.

De vuelta en el sillón, Elisa siente una electricidad en la parte interna

de los muslos, un cosquilleo, un llamado de una parte del cuerpo que

reclama atención, si no de ella, de alguno de estos chicos tan prontos

a convertirse en hombres.

Algunos ya tienen tres o cuatro pelos en la barba y los lucen como

estandartes mientras sobrevuelan la zona, mirando ahora las piernas

de Elisa salir por los tajos de la pollera, piernas que se mueven al

ritmo de la música como si sus piecitos enfundados en zapatillas

fueran pequeños motores contagiando esa energía al resto del cuerpo.


Del otro lado del living donde la música suena más fuerte Facundo no

deja de mirarla directamente a los ojos.

Ella hace como que no lo ve, ensimismada en sus propios

movimientos, ahora callada, asintiendo sola con cara de entender la

música que repite patrones como mantras, como si su cuerpo o su

cabeza con todos sus sentidos no pudieran soportar tanta belleza

musical, tanto ritmo, y como si casi doliera lo buena que se puso la

noche.

Ahora se levanta y sin mirarlo camina hacia Facundo pero no es

Facundo solamente el que la llama, aunque con la intensidad de su

mirada seguro lo estaba haciendo.

Es la ventana abierta lo que llama a Elisa, o para precisarlo, el viento

que entra por ella trayendo escondida la parte mas oscura de la noche

que ya se trepó por las paredes y se desangra por el parqué como un

petróleo invisible, afrodisíaco y empieza a subirle por las piernas a

todos, pero sobre todo a ellos dos.

Las zapatillas de Eli quieren bailar más que ella y ella se deja llevar

por las zapatillas, el viento, la música, el humor negro que es la noche.



El alcohol, la nube baja de marihuana, y hasta se deja llevar por la

pastilla que no tomó y guardó y que algún otro día le va a regalar a

otra amiga pretendiendo tener siempre alguna locura en el bolsito.

Elisa baila y ríe, o mejor dicho sonríe y ahora su sonrisa es un poco

tonta.

Es una falsa sonrisa.

Es la intención de otro gesto que no sabe hacer, de algo que no sabe

expresar y de sus propias inseguridades.

Pero Facundo no es tan buen observador como para darse cuenta de

estas cosas.

Apenas puede notar que lo que le molesta en el ojo es el humo del

cigarrillo que le entra de lleno.

Facundo nota también las piernas de Elisa, su cintura, su remera

ceñida y su pelo rubio ceniza y debajo de ese pelo una cara de rasgos

suaves, femeninos y lo que a su parecer es una sonrisa.

Sonrisa a través de la cual Elisa le hace entender, como en los ritos

previos al apareamiento de los animales que se ven en los

documentales, que está bien, que puede acercarse, que el baile es

para él, y que las partes de su cuerpo que su ropa apenas oculta

también podrían serlo.



Agustina estuvo todo este tiempo en la cocina, pensando en cómo

acercarse al chico que le gusta mientras se pierde borracha con otra

amiga, en una conversación acerca de la veracidad de los reality

shows.

Pobre Agustina, empezó a sentirse un poco más que mareada, como

en un barco sin quilla en medio del mar embravecido, un barco

pesquero con peces muertos en la cubierta pudriéndose

Agustina corre al baño desesperada y llena de vergüenza, tratando de

que nadie la vea, porque el mar entero con barco y todo se le viene del

estómago a la boca impulsado por la combustión del vodka que no

sabe tomar.

El joven macho ahora baila para la hembra y devuelve el protocolo de

la sonrisa, en su cara todavía más tonta que en la de ella.

El no tiene en su cara la salvación que los rasgos de angelito le

proporcionan a ella.

No es tan lindo, pero es el más lindo de acá por lo menos, piensa

Elisa, como si se tuviera que llevar un premio sí o sí de esta casa, y

como si ese premio adquiriera su valor adicional al ser deseado por su

amiga.


Todo esto en realidad de la misma manera que funciona en un

mercado común y corriente, pero haciendo funcionar tantas otras

cosas en dos chicos de veinte años.

Se miran, se acercan. Elisa vio a su amiga correr hacia el baño semi

agachada tapándose la boca y no se inhibe por otras miradas porque

la verdad a esta hora ya nadie esta seguro de lo que ve.

Por un momento mira alrededor y se sorprende juzgando a sus

propios amigos. Juicio del que ella tampoco puede escapar y se

distrae.

Todos estos nenes de mamá drogándose a expensas de papá, piensa,

y este pensamiento parece de otro, de otra Elisa que no necesita esta

que está acá ahora… justo ahora.

Y para sacudir fuera el pensamiento acerca su cintura a la de Facundo

mirándolo a los ojos, nunca perdiendo la sonrisa, y el apresura un

brazo alrededor de ella, de su cintura y toca apenas por la dulce herida

que separa la pollera de Elisa de su remera, algo de piel, lo suficiente

como para sentir depender su vida en este momento de ese dedo que

toca ese centímetro cuadrado de mujer desnuda.


Mirá lo que te hago piensa Elisa y le acerca la cara de frente a su boca


sin sacarle los ojos de esos otros ojos ahora mas parecidos a los de

aquel tío perverso, sin restos siquiera de aquella sonrisa de hace un

minuto. Ahora es una bestia la que la mira, una bestia asustada pero

una bestia al fin.

Por un momento Elisa entiende por experiencia propia que el poder es

nada más que una gran reacción a un pequeño esfuerzo.

Y entonces juega.

Vámonos a un cuarto, vámonos a la escalera, a la terraza, a cualquier

lado, pero vámonos ya piensa Elisa tan fuerte, que no sabe si lo que

piensa lo acaba de decir. Y la pequeña bestia entiende todo y la lleva

de la mano, como si el camino estuviera dibujado en el piso, hacia el

cuarto vacío de los padres de Agustina.

Y todo es tan rápido afuera de ella y tan lento adentro.

Afuera esta Facundo, en la oscuridad, que siempre es una pantalla

para el proyector que todos tenemos en la cabeza. Adentro esta Elisa

en algún lado, perdida ahora entre pensamientos tan fuera de este

lugar. O acaso…

Facundo se mueve afuera de Elisa, se mueve y resopla, gime y ella

apenas responde, aferrándose fuertemente a la espalda de él, como si

esto fuera a sacarla de su cabeza, del proyector, que ahora la absorbe

y se la lleva.

Y en la oscuridad se ve claramente a aquel chico que la besaba con

tanto amor, con tanto cuidado y que creía que ella era realmente una

princesa y recuerda como ella misma con sus piernas lo atrapaba al

borde del llanto antes del orgasmo para que no se fuera nunca, para

que nada de eso terminara…y el tío, que cuando ella aparecía con el

noviecito se le reía en la cara, se burlaba de ellos con apenas una

media sonrisa y un escape de humo de cigarrillos negros por la nariz

enmarcando en sangre esos ojos verdes, lindísimos, que me hacen

morir de miedo, me hacen morir de miedo pero que después invoca

cuando se está bañando o antes de dormirse. Si incluso a veces se va

a dormir antes de tener sueño solamente para encontrarse en la

oscuridad con esos ojos.

Ahora ya no puede pensar el”era tan chiquita”. No podría porque se ve

en los ojos de aquel chico de hace años y se ve hermosa se ve

realmente una princesa, se ve hasta mas alta y con los pechos de

ahora en el cuerpo de antes, se ve sin esos restos en sus caderas,

esos que afuera Facundo agarra, esos fantasmas adiposos que tanto

le molestan porque están ahí y nadie parece verlos y entonces…Me

debo estar volviendo loca pero yo los veo…Mirá, acá los

agarro…¡Pará, acá!…¡No!... ¡acá!... y esto se le escapa para afuera,

para la oscuridad en la que se mueve Facundo que responde

gritándole nada comprensible en voz baja, en el oído y se estremece y

la besa y para ella el beso es una sorpresa, una sorpresa que ahora

desprecia porque la acaba de sacar de su otra oscuridad.

Y el también sale, se va, de la oscuridad de Elisa, sin ninguna muestra

de paciencia.

Shh, pará, yo voy saliendo, ¿si?... Vos salí en un ratito. Y así es como

Facundo dedica sus primeras y últimas palabras de la noche a su

insatisfecha amante.

Y Elisa en la oscuridad queda abierta al techo y la luz que entra por la

puerta al abrirse y cerrarse tan rápido que es como el flash de una

cámara indiscreta que la ciega.

Rápido la ropa, y la tiene puesta. Desordenada, sí, pero puesta.

La ropa se corrió, se levantó, la bombacha se movió centímetros, se

estiró, pero nada se desató del cuerpo de ángel mujer de Elisa.

Y ahora todo vuelve a su lugar y por más que ordene su ropa sobre su

cuerpo todo sigue desordenado.

Se sienta en la cama, se peina con las manos llena de un olor que no



conoce y se levanta, se va del cuarto y antes de que alguien pueda

darse cuenta ya agarró sus cigarrillos y su carterita y se fue de la

fiesta.

Taxi, taxi, buenas noches, que tal, y en el momento que queda entre

que se dice la dirección y el conductor se hace el mapa mental, Elisa

se prende un cigarrillo y baja la ventana para que el viento de la noche

que está por irse se lleve ese olor que le quedó en las manos y en el

cuerpo, metido adentro de la nariz como un espía o un refugiado,

como alguien en fin, que no quiere irse, que se agarra al interior de

Elisa aunque ella no quiera. Que acelere por favor, mas rápido, así…

El viento ayuda.

El viento siempre ayuda.

El viento lava más que el agua.

Sobre todo de noche que es cuando mas cosas hay para lavar.



Son cuatro con veinte señorita y Elisa le da cinco. Que la propina sea

para la ventana del taxi que dejo entrar al viento.

Respirá ahora, antes de entrar a casa, para tener un resto de aire que

dure por si veo a papá o a mamá y el aire se me va.



Pero todos duermen en el departamento menos la heladera que se

despierta a cada rato y ella casi corre en silencio hasta su cuarto y

cierra la puerta como si alguien la estuviera persiguiendo.

Elisa ahora sí, se desnuda completamente y abre el placard.

…Igual quiero bañarme.

Antes de agarrar la ropa interior de uno de los cajones se distrae y se

sorprende mirándose desnuda, toda desnuda frente al espejo que se

esconde, que la espera, que está siempre al acecho adentro de la

puerta del placard.

Un rayo de sol, el primer rayo de sol se cuela por la ventana, rebota en

el espejo y baña la desnudez de Elisa.

Baña también esos centímetros de sus caderas que ella cree de más

aunque no estén, aunque realmente no estén ahí…Pero sí están, sí

están si yo los veo, y Elisa los ve y son tan reales para ella, soy horrible, soy horrible, gorda,
gorda, se repite aunque uno no podría ver jamás lo que ella ve.

Los ojos, sus propios ojos en el reflejo la recorren, se

pasean desde los ojos hasta sus caderas hasta su sexo que ella siente

todo revuelto y sucio, y sus ojos vuelven a sus ojos que la miran a

punto de juzgarla.


Elisa llora frente al espejo.

Llora ríos y mares y océanos y piletas de agua salada.

Llora lluvias aterradoras de tormentas de invierno y llora los

refrescantes alivios que son las lluvias de verano.

Elisa llora lavabos llenos de lágrimas y también llora inodoros.

Elisa se llora ahora su propio oasis en el desierto de cemento que es

este amanecer frente al espejo y su llanto le lava la cara, le descubre

la mirada de angelito, le lava los ojos de mujer.


El mismo llanto le limpia la nariz y le saca piadosamente un olor ajeno

que todavía la ocupaba.
fin
-6-
NADIE LLAMA A JUANA JERZIGOVA


Al principio el monoambiente me resultaba grande – piensa

distraída ahora Juana…El loft. Que es otra forma de referirse al

monoambiente sin mencionar esa palabra que suena a tan

poco.

Aunque lo uno y lo otro no sean exactamente y por definición la

misma cosa.

El loft antes le resultaba enorme pero Juana no sólo creció en

edad sino que ahora ocupa más espacio.

Cuando uno se acostumbra todo se achica.

Menos los sueños.

Cuando uno se acostumbra a un sueño, a un deseo, éste parece

ser cada vez más grande e inalcanzable.

Se hacen viejos los deseos también, y ese futuro soñado alguna

vez parece ahora pertenecer más a un pasado lejano.

Las expectativas siempre fueron más grandes para Juana, y aun

ahora, todavía pelean en su cabeza por mantenerse fuertes, como

si los sueños fueran independientes del soñador y cobraran vida e

intenciones propias.

Juana tiene cincuenta y dos años y algunos sueños envejecen

hasta morir es verdad, pero otros permanecen jóvenes con su

cualidad insolente de juventud, su espontaneidad, su grosería de

aparecerse en cualquier momento, sobre todo cuando Juana está

despierta.


El loft…El monoambiente, con su cocinita que se esconde en una

pared, sus dos placares, su bañito de ducha de pie, sus escasos

enchufes, y toda una privacidad de Juana que ya no entra en

ningún lado y que parece invadir el espacio cotidiano.

La cama fue mucho tiempo de dos plazas, para estar más cómoda

y para albergar a alguna compañía circunstancial, pero se fue

haciendo grande, más grande que Juana aunque engordara.


En un mercado de pulgas cambió la cama matrimonial sin

matrimonio por una camita de una plaza, toda de madera, y le

dieron además dos lámparas y una radio chica, vieja, a pilas.

Fue un buen negocio realmente- siempre dijo Juana-Si al final

para qué quería yo una cama tan grande que me ocupaba tanto

lugar, y las lámparas me vinieron justas porque le faltaba luz al loft

y ni te digo de la radio que siempre es una compañía.

Y todo esto se lo repetía para no pensar en que se había sacado

un vacío de encima, una ausencia de múltiples caras que

gritaban, el otro lado acusador de la cama.



Y la cama es chica, tan chica que a los volúmenes actuales de

Juana parece un pequeño catre, siempre con una frazada marrón

a cuadros a los pies, sea invierno o verano, porque tengo frío en

los pies, debe ser mala circulación, mamá también tenía eso.

Ya nadie viene al monoambiente y el teléfono no suena. Nunca

una llamada.

Ni un equivocado.

Como un rito absurdo o una paranoia revertida, al pasar por la

mesita redonda, siempre lo levanta para ver si tiene tono.

De vez en cuando marca el ciento trece y escucha la hora para

ver si el reloj de la pared está diciendo la verdad o miente.

O quizás el reloj envejece como ella y ya no sabe qué hora tiene

que marcar.

Frente a la única ventana y justo en oposición a ésta puso una

mesa de maquillaje con su marco de luces y un gran espejo.

Cuando Juana se sienta ahí tiene de fondo la ventana, un

cuadrado de ciudad y luz natural.

Da espacio el espejo, la verdad que es otra cosa, y además le da

un aire de camarín al loft –comentaba Juana cuando todavía tenía

alguien con quien comentar las cosas.


Ahora está sentada ahí, quedó a medio maquillarse, porque iba a

salir pero se quedó pensando y se le quebró la noche antes de

empezar, como un fósforo de madera que se quiebra en la fricción

contra la cajita no por débil sino por excesiva presión.

Para qué iba a salir, para quién, con qué esperanza…a hacer qué

y a dónde.

Todo culpa de los sueños. Por el impulso que a veces da la

soledad inexplicable de un teléfono que no suena, de una llamada

que nunca llama.

Soñaba Juana cuando era más joven que los cincuenta años la

iban a encontrar rodeada de amistades, o en pareja con algún

macho protector.

Soñaba Juana y a veces todavía lo hacía.

Sola Juana, sola, desde hace varios años.

Los amigos se fueron perdiendo, como se pierden las cosas en la

ciudad, los que no se fueron se murieron, y los que no se

murieron se arrepintieron de haberse acercado a una vida

femenina que no perdía el deseo y vieron en ella la imagen

patética de sus propios sueños envejecidos. Le dieron vuelta la

cara.

Ahora le queda esta voz en la cabeza que habla con ella, este otro


personaje que es también ella y que vive desde siempre,

últimamente juzgándola severamente.

Juana dual frente al espejo de diva, ella y su reflejo, ella y la cruel

jueza en su cabeza.

-Mirá la panza que tenés, gorda…si eso te delata…no viste en el

documental que las monas no juntan grasa en el abdomen porque

si no no se les acercan los machos…

-Pero no es porque yo quiero que se me sale la panzota esta…no

quiero…pero meterme en un gimnasio a esta altura…

-Vaga de mierda, por eso estás sola, por falta de voluntad…

-Si claro, y por eso va a ser que no suena el teléfono…con todo lo

que yo di en mi vida…si hay mas de una que me debe a mi lo que

son…¿no las viste en la tele?...antes no eran nada, ni sabían

como vestirse o depilarse…

Y así se quedó Juana a medio pintarse, por juzgarse, con el

jogging puesto y la red en la cabeza

Ya no encuentra Juana muchos motivos para seguir con esta

dualidad, con este juego sino fuera por todo lo que sufrió para

llegar a verse por lo menos con esta mitad indulgente frente al

espejo.

-Que antes no era así…no señor…antes nadie se animaba…si yo


fui precursora por eso tuve el éxito que tuve con los hombres, y

jamás se me cruzó por la cabeza hacerme las lolas ni nada, si

todo lo que soy es personalidad…eso personalidad, que es mucho

más fuerte que todo, que la belleza, que la plata, que la edad…-

pensaba Juana y cuando pensó esto último supo que no tenía

razón , por lo menos al comparar la juventud con el reflejo viejo y

gordo que el espejo le estaba escupiendo en los ojos para que la

otra, la jueza arme bien su discurso destructivo.

-Mirate lo que sos…nada más…gorda y vieja…a medio mal

pintarse, porque no te querés poner los anteojos…yo no te digo

nada más…fijate que estas sola y escucha eso…ese silencio es

son todas las llamadas que se le escaparon al teléfono, le huyen,

¿no ves?…

-Y si… pero lo que soy también sos vos, ¿eh? Y lo del teléfono no

lo entiendo porque desde hace catorce años tengo el mismo y

creéme que lo tiene todo el mundo, porque si algo sé es que hubo

una época en que una agenda sin el número de Juana Jerzigova

era una agenda sin teléfonos…

-Pero ya se te fue el tren hace rato nena…y ya no es necesario

que te hables en tercera persona con nombre y apellido, si la

única que te oye soy yo porque soy vos.


Pero si hubieras sido distinta, si hubieras tenido un poco más de

viveza te salías de esto antes y lo hacías de otra forma, en lugar

de agarrarte chonguitos te buscabas un hombre bien hombre o un

compañero para no envejecer sola, porque eso es lo que nos

queda a las dos, una vieja sola.

-¡Pero la puta madre, che! ¡No tengo paz!…

Desistiendo ya de salir Juana se levanta para prender la radio

pero se acuerda que no tiene pilas. Se saca el jogging, se pone

una camisa y se sienta nuevamente frente al espejito rodeada de

luces, con la noche como fondo.

-Yo me saco el maquillaje y me voy a comprar pilas…-rezonga y

se da cuenta de que la avergüenza un poco la forma en que se

había empezado a pintar.

-Sí, mejor payasa…así nos callamos las dos y por lo menos no

hacés el ridículo.

Y en silencio Juana abre el potecito de crema y agarra un

algodón, ya casi rendida, para sacarse la máscara incompleta que

había empezado tan esperanzada.

-Ay, justo que ya parecías casi una mujer decente Juana…-se

burla la otra voz en su cabeza- justo que ya eras una señora

vieja…

Juana se pone un pantalón y sin mirarse al espejo reacciona.


-En todo caso soy una señora, y las mujeres envejecen también,

como envejecés vos porque todo este juicio, todo este veneno es

porque vos estas resentido, porque vos no escuchas sonar el

teléfono, yo quiero vivir tranquila, como una mujer mayor ya para

algunas cosas, pero vieja no, eso si, vieja no, viejos son los trapos

decía mamá, viejos son los trapos y vos sos viejo, y sí…-y ya

ahora se enoja Juana, ahora entiende que tiene razón-

Sí…algunos sueños también envejecen, pero yo no los voy a

matar, yo no soy cínica y prefiero mi fantasía a la monserga de los

realistas como vos, cagón…¡Sola!, ¡sí, sola y me la banco!…¡no

tengo problemas, puedo ser una señora digna si quiero, no voy a

acusarme siempre de lo que no fui y de lo que soy o no soy,

guardate tus observaciones de papá en el bolsillo de hombre que

creés que tenés que nadie te las pidió!- grita ahora Juana al

espejo- ¡guardate todo que no te necesito!…

Lo mismo le había dicho su madre a su padre alguna vez.

Y el grito de Juana Jerzigova terminó con un ¡shhh! de un vecino y

resaltó el silencio de la calle…

La voz sólo acotó una última sentencia como para equilibrar la

balaza ya rota por el griterío solitario de Juana y también por su

sobre peso:


-¿Querías verte como una señora, te sentiste siempre como una

mujer?...ahí tenés…te quedaste solo Sergio -y ahí vino el golpe

bajo, la condena por el nombre-… Por creerte una diva, por

estúpido, por generoso, por iluso, por lo que vos quieras…te

quedaste solo Sergio…como una mujer sola, resentido y

aburrido…se olvidaron de vos hasta tus sueños.

Juana se calla y mira su reflejo.

Sergio se mira con lástima en el espejo y se abre un par de

botones de la camisa, se saca la red y se peina con los dedos

para el costado, se mira, y se ve en el pecho unos pelos como

espinas creciendo para afuera y para adentro. Se cierra un botón

de la camisa. Se la saca del pantalón para que no se le note tanto

la panza.

Se va a ir a comprar pilas y se va a quedar en casa escuchando la

radio.

El programa de Hanglin de la noche, seguramente.

-Ahí llama la gente sola todo el tiempo…ese teléfono sí que

suena…-dijo con algo de envidia.

Afuera nada hace ruido.

Los coches ya no pasan, y el semáforo titila en amarillo.


El silencio extraño del aire libre de la calle lo abarca todo y aclara

los pensamientos de Sergio, los pensamientos de Juana.

-El silencio lava todo -piensa.

El silencio salvador que como todo vacío, toda ausencia, es

también una llamada.









fin
-7-
LUCIANA DE MADRUGADA

Ahora piensa que cuando imaginaba las horas chicas de la madrugada, la noche no era así, que
las horas chicas eran cortas y no tan largas, tan llenas de minutos y segundos.

Aunque en el fondo siempre supo que la noche era este mar negro que te llama y te llama y que
cuando mas te movés mas te hundís en él.

Quizás por eso ese enojo al verse despierta a las tres, ¡no! , ¡Ya son las cuatro! y todavía el sueño
está lejos.

Esta noche es tan oscura acá adentro de casa, ahí en el cielo y fuera de las avenidas que parece
imposible que el sol este brillando en otro lado del planeta.

Quedan dos cigarrillos y se pone ansiosa de pensar que quizás no sean suficientes -aunque me
parece que en la otra campera… Pero por ahora esta bien.

La cocina es un espacio raro de noche. Para entrar y salir. Quedarse significa no dormir.

Ahora tiene cierta calidez, cierta intimidad que dispara los pensamientos más secretos, esos que
“ni en broma” o “cómo se te ocurre”, y sin embargo ahora parecen tan normales.

Prende el cigarrillo con la hornalla y se ríe mientras se da cuenta que podría haberlo prendido
con el mismo fósforo que acaba de usar, y es que casi por reflejo se iba a poner a calentar el agua
para un té.

Pero no, ahora quiere un vaso de agua fría no más, o una coca si hubiera…pero no hay.


-Mejor me voy a fumar al living- piensa, y ya esta en el living, entró fumando y abrió un poco la
ventana que da al balcón, y se desplomo sobre el sillón, las piernas dobladas, hacia un costado, los
pies tapados con el mismo camisón para no tener frío y estar cómoda en la penumbra, a ver qué
viene a la cabeza.

Ya hace un tiempo que decidió no escribirle más, no leerlo más por su computadora, su cinturón
de castidad electrónico, como le dice, y cuando piensa en eso casi una sonrisa se le dibuja en la
comisura de un solo lado de la boca.

Gesto éste pequeño y casi imperceptible incluso para ella, pero que resiste dos pitadas más del
cigarrillo sin borrarse de su boca.

Algunos autos pasan todavía a estas horas y ella pretende que es el sonido de las olas
reventándose en la orilla y desapareciendo.

Pero más le divierte pensar de dónde vienen esos autos a estas horas, a dónde están yendo.

-¿Se irán de viaje? ¿Tomarán alguna ruta? ¿A qué hora habrán salido y a que hora esperarán
llegar? ¿Estaré dormida ya para cuando lleguen a algún lado?

¿Llegarán a algún lado estos autos, estos colectivos, estos camiones sin destino en la noche, o
como almas perdidas entre dos mundos circularán sin rumbo alguno?

El gato hace un ruido seco al tropezar con algo en la oscuridad del living y ella se asusta, no tanto
por el ruido sino de pensar qué habrá visto el gato en la negrura para hacer un movimiento tan
repentino y torpe.

-Dicen que a veces ven fantasmas porque tienen otro rango de visión. Lo leí en algún lado y
ahora no me acuerdo-, y no acordarse la distrae porque es algo que le molesta.

-Me olvidé el cenicero en la cocina- piensa- pero en dos pasos estoy en el balcón…tiro las cenizas
ahí-.

Y la noche afuera tiene otra vida, un embrujo, un encanto y un resto de ebriedad de primavera.

-Si pareciera que uno flotase acá afuera en este balconcito-. Y ella sonriendo amplia, en silencio,
se agarra con fuerza de la baranda como si el viento templado que de a ratos, y sólo de a ratos
decide soplar, fuera a llevársela.

Y pensar así del viento le recuerda a los fantasmas. Le hacen acordar a Franco, fantasma que ella
creó.

-Dónde estará él -se pregunta-, quién era al final, se acordará de mí…Y tan joven él, de mi
misma edad ¿seguirá siendo joven?- Porque Luciana siente que en estos dos meses que llevan
sin hablarse ella ha envejecido, que sus tiempos se han separado y corren desparejos.
se pregunta y olvida casi, que fue ella la que tomó la decisión de dejarlo pasar, de perderlo en el
camino. Luciana, después de un ir y venir electrónico e histérico, decidió cortar comunicación de
un día para otro con Franco. Lo decidió no sin dolor. Lo decidió por temor. Después de meses de
dudar. De enamorarse de fotos y escritos, después de pensar en dejar todo, lo que su vida fue
hasta ahora para conocer en persona a otro hombre. Luciana temió. Cortó la comunicación y
jamás contestó otro correo electrónico. Muerta de ganas, no quiso conocerlo en persona,
escucharle la voz, humanizarlo, verlo de veintisiete años, igual que ella.

Y por pensar en él dice “¡Mirá…!” como hablándole a Franco, y señala unos bichitos de luz en las
macetas del vecino. La cara se le ilumina más que a los bichitos y parece una nena… un ratito…

Hasta darse cuenta de que no esta acompañada y entonces se apaga.

Ahora se enoja con Franco y se pregunta para qué sirve una computadora. Para estudiar. Para
estudiar filosofía, la misma filosofía que Carlos me enseñaba y me sigue enseñando. Sólo que
Carlos es mi novio y además me mantiene. Y yo puedo estudiar gracias a él, y no a Franco, que
para qué se metió en mi vida.

Luciana se da cuenta de que piensa en caprichos, en que ella está también como los camiones de
la noche, deambulando sin destino.

Pasa un camión y acelera y el ruido es una molestia.

Sopla el viento y- hace frío ahora me parece, para andar así casi desnuda en el balcón, a ver si
me resfrío, que le tengo tanto miedo a enfermarme y es tardísimo… Me parece que mañana
además tenía que hacer algo temprano así que adentro y rápido a la cama.-

Tira el filtro quemado del cigarrillo que como un meteorito desganado se estrella en la vereda,
reviviendo apenas de un chispazo antes de apagarse.

Mientras cierra apurada la ventana del balcón piensa en él como si un fantasma la hubiera
atravesado. Se llena de terror.
Es él otra vez, metiéndose en mi vida. O yo metiéndome en la suya. Ocho meses charlando con
una computadora. Ocho meses. Y ahora no quiero más. No quiero pensar lo que podría haber
llegado a hacer con mi vida si nos veíamos. Este terror que siento es su venganza.

Podría llorar, si se detiene a pensar, podría llorar pero no quiere.

-Rápido a la cama Luciana, volando.- Y entrando al cuarto, trata, pero no puede, de no hacer
ruido.

Se mete rápido en la cama y un escalofrio como un dedo congelado le recorre la espalda vértebra
por vértebra.

Ahí al lado suyo, profundamente dormido, yace un hombre veinte años mayor que ella. Veinte
años mayor que Franco.

Lo abraza unos segundos buscando algún calor, algún antídoto para ese veneno etéreo y
masculino que más veloz aún que un pensamiento, recorrió toda la casa.

Se da vuelta para no darle la espalda al vacío que es la noche en este cuarto, y abraza la
almohada fuertemente, como si fuera un tronco en un naufragio.

Con una urgencia casi religiosa empieza a rezar una oración que recién acaba de inventarse y se
dice en su cabeza- por favor, por favor, que mañana todo esto me parezca una pavada, que haya
olvidado todo, que mañana todo sea pasado, pasado en serio, pasado y que no vuelva.-

Repitiendo su oración se duerme despacito pero profundamente, y el hombre mayor que
duerme con ella, al darse vuelta en medio de una pesadilla, enrosca su pesado brazo alrededor de
la cintura de su belleza durmiente, atrapada en una pequeña torre de marfil, en el barrio de
barracas.


fin
-8-
MARIANA DE LA VENTANA PARA ADENTRO


Qué sentido tiene todo… y un montón de libros se ponen a hablar.

Para Mariana, psicóloga de titulo y diploma, de práctica cortada por los

hijos.

De filosofía empezada y nunca terminada.

Por hijos, que finalmente tuvo después de soñarlos por tanto tiempo

con otro hombre. Con un amor más joven.

Y entonces aquellos hijos soñados no son estos hijos que la conocen

como mamá en sus pequeñas bocas, en su sangre, en sus enormes

corazones de niños.

Del otro lado del vidrio del mismo lado de la tarde, llueve y detrás de

los edificios, a lo lejos y en franca discusión con el color muerto de la

última medianera, una nube se mueve y sólo ella se lleva el naranja de

un sol que acá parece estar ausente.

¿Pensará en mi alguna vez? ¿Escribirá mi nombre, me pondrá en

alguna historia, me escribirá poemas todavía? Empieza a preguntarse

Mariana desde una tierna vanidad femenina que nada tiene que ver

con la vanidad de los científicos y los artistas.

Algo suena bajo en los parlantes y la lluvia ahora le ensucia todo el

ritmo, y en un rato, cuando ella ya no piense, le va a ensuciar también
las armonías.

Un viento frío la recorre por dentro, y esa precipitación densa que es la

culpa, por haber comparado hijos con hijos, sueños con hijos, qué

injusto, hombre con hombre.

De a ratos ella mueve un solo pie y lo hace girar como si ese solo pie

bailara una danza lenta ,en representación de un cuerpo estático, vivo,

todo contenido.

Sentada, frente a la ventana entreabierta piensa en recostarse pero no

va a hacerlo ahora.

Me casé con otro hombre, piensa.

Y no porque su marido haya cambiado algo en estos seis años de

matrimonio que fueron precedidos por tres cortos años de noviazgo.

No piensa que su marido sea otro hombre ahora.

No lo piensa por eso.

Su marido sigue igual, sino mejor desde que es padre.

La misma bondad vegetal, la misma nobleza canina.

La imagen de un actor norteamericano de televisión le cruza la

mente… ¿pero cuál era su nombre?...El que tenia la familia perfecta

en la pradera…Ay! Cómo era…no me acuerdo, no importa.

De todos modos…

Su marido no cambió.

Ella cambió de hombre. De hijos soñados en otros ojos verdes

masculinos.

Me casé bien, piensa y se tranquiliza.

Me casé bien, se confirma ella misma y piensa ahora con un amor

profundo en su marido que a esta misma hora esta con sus dos hijos

en la casa de sus suegros.


Una sábana de hielo cae sobre toda la tarde de Mariana que con

desesperación intenta al mismo tiempo que no quiere, tragarse las

ganas de llorar sorpresivas para ella.

¡Pero por favor!... exclama en voz alta poniéndose un límite con una

risa nerviosa.

¡Qué absurdo!

¡Qué estupidez!

Desde el canto de la lluvia a media tarde y desde el olor del viento

húmedo, surge como un alma en pena, un llanto que la nombra, que la

llama a recibirlo en su pecho y a hacerse nudo en su garganta.

A ella que no piensa ya, que a la velocidad imposible del pensamiento

se deja llevar hasta las lágrimas por un lazarillo traicionero.

¿Qué estás llorando? Quisiera preguntarse pero nota, no sin sorpresa,
que ella misma y la que llora la tarde son la misma y una sola.

Sola.

No cabe la segunda persona.

“Mariana con su llanto”.

Y ahí está de nuevo la voz critica en su cabeza, ahora en tercera

persona.

Cada vez más lejos y cada vez la misma.

Pero ese mismo llanto baja de los ojos y sube por fin desde el pecho y

rodea la garganta casi como una horca. Ahora…

¡Qué tonta!, piensa ¡¿y ahora qué es?!… y con la melodía de los autos

que se desafina en la distancia de la avenida vienen, ahora sí, acuden

a su cabeza todos los pensamientos juntos.

Llegan, algunos rápidos como estrellas fugaces y otros, acercándose

claramente, despacio y firmemente como señores mayores con sus

bastones y sus sombreros.

Todos.

El hombre que la aloja y la ama, el otro que la soñó desde su sangre y

que la abraza mientras se duerme en un recuerdo de niña, sus dos

hijos tan buscados, la hermana, el hospital, el olor a éter, las manos de

mamá y todo lo que ella no le dice se le atora entre los dientes…

Viene una amiga de la infancia a sus pensamientos también y se va
rápido, y rápido llegan las miserias del mundo y se quedan con Freud,

Lacan y Jung, Kropotkin y Bakunin que vienen seguido porque tienen

lindos nombres, y Proudhon con su espejito donde ella se mira y los

barbudos que bajan de las sierras, pasan , corren, y llegan tambores

como cañones o cañones como tambores y mandobles hacia el cielo y

un monasterio entero, y una hoguera y dos o tres galeones y cuatro o

cinco piratas , un negro en un campo de algodón que canta sus penas

y un tipo en una moto todo despeinado y hermoso en blanco y negro.

Todo producto de una historia estudiada hasta el hartazgo que en los

nervios de Mariana se recorta y superpone.

Siguen viniendo, todos y algunos más.

Aun aquel adolescente que tal vez todavía escribe sobre ella podría

estar a punto de llegar, o ése quizás llegue más tarde, cuando ella ya

no llore, más hacia la noche entre el vino y la ducha, un rato antes de

la cena o tal vez mas tarde aún, la visite en secreto en el silencio

molesto que encierran todas las almohadas.


fin